Finalizada
la interesante exposición del con un pobre ¡fuerte el aplauso!, la negrada se
la mano Vereda y solicitó que el Condenao sea el próximo cuentista, lo que fue
aprobado sin oposición alguna.
-Vo
Condenao lo tení que sabelo alguito. El apodo que lo tení debe selo por algo
relacionao con la cana, ¿qué no? No lo parecí vocero il’Padre Juan, má bien lo
parecí un uña ecapao i’la “bombonera” i’Viya La Rosa, y también lo tení pintita
i’secretario il’Mandinga, ¿qué no?
-Bueno, solo pido que
se lo reunamo el lune, así lo decansamo bien el fin i’semana y lo venimo con má
gana i’entreteneno con la macana que lo hablamo todo.
El
lunes, desde temprano como se preveía, había movimiento en la esquina ya que
los madrugadores de siempre, una vez que se entraba en calor, se olvidaban
hasta de orinar. A la hora fijada los comensales eran un montón, número que
superaba las reuniones anteriores, todos ansiosos por escuchar el cuento del
Condenao. Cuando el Padre Juan dio la orden de partida, el Condenao apoyó la
espalda sobre el podio, renunciando a subir en él, y comenzó con su versión,
sin decir nada de nada de lo que iba a exponer, aumentando así el misterio
entre los concurrentes.
-Bueno lo que le vua
contá loa sucedío hace uno poco año atrá, pero loé verídico el asunto.
-Largalo el cuento que
ya lo tení a todo patiyudo Condenao infelí.
-Yo
se lo vua largá tal como lai conocío l’hitoria, pero el que lo va parlálo va
selo el coso que loa protagonizao el hecho, el que loa tenío el incidente.
-Bueno
dale Condenao, ya loé mucha franela y lo querimo ación mental, sino la sesera
se lo va oxidalo a todo lo chango.
Y
el Condenao, viejo callejero y bolichero de los suburbios más lejanos, aunque
los cercanos también lo contabilizaban en sus agendas, se acomodó buscando
respaldo en el podio, cómodamente sentado, hizo florecer el entripao que había
preparado para la changada después de la pobretona exposición del Uñaqo.
El inicio de su desgracia
“Yo viajaba en mi auto a General Güemes, a mi
casa y a poco de mi salida de Salta, llegando al autódromo, un señor de traje
negro me hizo seña para que lo llevara conmigo. Como no representaba a primera
vista ningún peligro, por su elegancia, me detuve. Se arrimó al lado del
volante y con un revólver me obligó a estacionar el coche en la banquina y
después a que bajara. Yo pensaba en que mi costumbre de no levantar a nadie en
la ruta a ningún extraño bajo cualquier circunstancia, esta vez había fallado y
me preguntaba, ¿qué me pasará ahora?
“El
bien vestido caballero, que exhalaba un perfume especial y muy agradable
representaba a un gran señor, me dijo que fuéramos a la parte posterior del
auto y con una voz ronca y cascada, me ordenó enérgicamente: “abra el baúl. Yo
voy a viajar acá y no intente nada raro, se lo advierto, ¿no?” Se introdujo en
el sitio por él escogido y pronto pensé como deshacerme de éste intruso que
llegaba a mi vida de una manera tan insólita, justo a mi regalada vida, con una
orden tan disparatada. Yo, nada menos que yo, ahora conducía llevando en el
baúl a un viajero estrafalario, teniendo los asientos vacíos, pero jamás se me
cruzó por la mente que ese iba a ser el principio del fin para mí.
Proseguí andando, aunque muy nervioso por
cierto,y al llegar a las garitas del peaje, llamé disimuladamente al cana
morocho de guardia y le conté la historia de lo sucedido unos pocos instantes
atrás, rogándole que me ordenara abrir el baúl. Claro, esos movimientos te
cuestan unos mangos, porque bien sabemos todos que los canas antes de
saludarte, ya te piden guita, te manguean sin piedad. Él cana me acompañó y me
ordenó con elevada y autoritaria voz que quería ver lo que llevaba atrás. Así
lo hice y ¡grande fue mi sorpresa! al observar que el extravagante personaje
había desaparecido. Lo curioso del caso era que el foquito del baúl, que no se
prendía por haberse quemado, alumbraba el interior con una potente luminosidad.
Además, todo el baúl estaba tapizado con una pana roja, pero tan roja, que
producía un ardor extraño en los ojos. Jamás se me había ocurrido tapizar el
baúl, ni lo tenía pensado.
“Tremendo papelón ante
el cana manguero, el cual me miró de arriba hacia abajo y dijo:
-¿Hacia dónde lo viaja
uté, señor?
-Voy hasta General
Güemes, donde tengo mi domicilio, agente.
-Uté
se lo encuentra en flagrante infración y si se lo someto al tet i'alcoholemia y
éte lo da positivo, lo tengo que detenelo y mandalo "guardapolvo".
-No señor agente, no he
bebido una gota de nada, porque no es mi costumbre hacerlo.
-Lo
voy a dejalo proseguilo viaje señor, pero manejeló con cuidado por favor, no lo
vaya a selo cosa que se lo siente al lao otro pasajero perdido como ete.
¡Ah...!, debe dejalo otra vé una contribución epecial, algo má groseti también,
pal asadito i’la noche, con el vino patero incluío, coquita, bica y un coñacito
p’asentalo bien la vianda. Y no se l’olvide que se lo dejo proseguilo
“perdonao”.
No pudo disimular el suceso y con una sonrisa
socarrona, me despidió palmeándome la espalda, con un “tenga ciudado, amigo,
manejeló con serenidá y gracia por la contribución y paseló má seguido con una
pasajero así”, agregó el cana manguero.
“Diríjase al cementerio”
“¿Yo estoy loco?”, me cuestioné severamente y
proseguí el viaje, primero presa de los nervios, pero después me serené, aunque
la preocupación se había alojado en el fondo de mi ser y por momentos me
aguijoneaba la mente. Sentí un extraño impulso y pensé en detener la marcha,
bajar y abrir el baúl para convencerme que lo que había observado en la garita
era la verdad. Pero, ¿y si estaba ese hombre extraño adentro? Temblaba de miedo
y el terror se había apoderado de mí por completo, pero me daba manija con aquello
de que él cana y yo, nada habíamos visto.
“Cuando vi el cruce, di vuelta la rotonda y
enfilé para el pago pero, a poco de llegar a la ciudad, escuché esa voz extraña
pero autoritaria nuevamente, ordenándome con total energía “diríjase al
cementerio, al cementerio”. Al sentir esa voz inconfundible de ultratumba, me
estremecí completamente y una sensación de estar en los umbrales del “más allá”
recorrió todo mi cuerpo, al igual que un frío inenarrable se deslizaba por mi
columna; mi cabeza giraba a tanta velocidad, que dejaba muy atrás a mis
pensamientos, estaba completamente acelerado, casi hasta el paroxismo; pensé en
chocar el auto, pero una fuerza superior me guiaba y tuve que hacer un tremendo
esfuerzo para contener esos impulsos.
“Eran como las nueve de la noche, tarde ya
para cumplir con esa orden. ¿Ir al cementerio?; habían sido muy pocas las veces
que había concurrido al mismo y sólo por razones familiares. Pero ahora,
válgame Dios, comencé a rezar como nunca lo había hecho jamás. Es más, me
brotaban las oraciones que había aprendido cuando chico, y soy sincero, las
había olvidado por el “súper macho” que me sentía y me había llevado a
convertirme en el ser que nada necesitaba de Dios, ni de nadie. La vida me
había sonreído con un buen pasar, con dinero, con lindas mujeres, con
fenomenales farras, con inolvidables asados de carne o pescados del Bermejo,
¡pero ahora!...
“Cuando llegamos a destino, las puertas de
hierro del cementerio se encontraban cerradas. Escuché “esa voz” que me
ordenaba abrir el baúl del auto. Bajé temblando y a duras penas asenté los pies
en tierra aterrorizado como estaba, y para colmo de mis males, no veía a nadie
cerca para llamar, gritar, intentando salir del pesaroso presente al que me
había llevado el destino contra mi voluntad. Tenía la garganta seca y respiré
profundamente, pero me encontraba virtualmente “clavado” en el suelo, mientras
proseguía rezando alocadamente, pidiendo a Diosito que me salvara de esta mala
jugada, tan alocada como inusual para mí. “Es mucho castigo para mí Diosito, no
puedo resistir, vení en mi ayuda”, clamé interiormente con fervor.
-Papá,
que pichón i’cuento te lo'tái mandando Condenao. Vo lo tení que selo il'equipo
il'coludo, sacritán il'coludo lo so vó, ¿qué no?
Invitación del Duque de las
Tinieblas
“Conseguí embocar la llave en la cerradura
apenas y cuando sentí que la tapa del baúl se elevaba, me encontré nuevamente
con el misterioso personaje, tal como lo había visto en el autódromo. Salió de
la incómoda posición en que viajaba -para mí- y ya de pie, me miró con esos
extraños ojos pardos brillantes en la oscuridad de la noche y entendí su
“mensaje” de inmediato, el que me tranquilizó un poco no obstante las
circunstancias. Yo entendí la mirada como un “está bien” o “estás perdonado”,
creo.
“Cuando iba a cerrar el “baúl del muerto” -desde entonces así bautizado por mí-, me ordenó
con energía “¡no!, un momento, puedes bajar querida”, expresó con una voz
diferente.
Sentía que me desplomaba ante tamaña sorpresa
y que estos serían los últimos momentos de mi vida. De inmediato bajó una
hermosa mujer, elegantemente vestida de negro y desde la parte superior del
sombrero le caía un tul que le cubría el rostro hasta el mentón. Era una mujer
blanca, tan blanca como la leche, bien formada, un físico espectacular en el
que se destacaban sus moldeadas piernas que exaltaban aún más su gracia y
belleza; sus pechos se realzaban con mayor prestancia por contar con una fina
cintura y a ello agregaba un llamativo toque de distinción, por la delicadeza
en su andar con los tacos altos de sus zapatos. Jamás había visto una mujer tan
hermosa, tan delicadamente asombrosa de bella, ¿sería de este planeta?, me
dije.
-Paralo,
paralo Condenao, que no lo quiero seguilo ecuchandoló tu cuento porque me lo
vua morí aquí mimo. Chango, ¿alguno lo quiere ilo pa la casa ya?
“Él vestía otra ropa y lucía un traje negro
cruzado, con chaleco en el que portaba un hermoso reloj de bolsillo de oro con
una gruesa y brillante cadena, que le cruzaba el vientre; el sombrero y todo su
conjunto resaltaba más el blanco de su camisa y un pañuelo qué, de manera
informal lucía en el bolsillo superior del terno. Un gran alivio sentí cuando
escuché nuevamente esa voz que es mi permanente martirio desde entonces: “vamos
querida o llegaremos tarde a la fiesta”, expresó con serenidad pero a la vez
con gran firmeza.
“Se dirigieron a la puerta de hierro, cuyas
hojas estaban cerradas con una gruesa cadena y un gran candado. Allí los
esperaba un monje con un farol muy antiguo y los tres atravesaron sin problema
alguno el macizo portón. Los vi alejarse por el pasillo del cementerio cuando
llegaron a mis oídos los sones de una extraña melodía a lo lejos. La percibía
vagamente, pero existía y me preguntaba de dónde provenía la misma. Yo proseguía
hecho bolsa, con un shock tremendo y arrastrando los pies caminé un poco. Todos
los músculos me torturaban, me dolía la cabeza, el corazón, el alma; renegaba
de toda mi maldita existencia fanfarrona forjada en el mundo falso, alejado de
Dios, de los hechos cotidianos de la vida, de todo; solo me interesaba lo que
era mío, lo que a mí concernía, lo que hacía yo, nada más. Y me di cuenta que
nunca había concurrido a velorios de parientes y amigos, por aquello de que
“eso era para otros, no para mí”.
“Ese estado me llevó a sentirme un poco
distendido y aproveché para intentar subir al coche y hacerme humo lo más
rápido posible de ese horrible y espantoso lugar no escogido jamás por mí.
Apoyándome en el auto, logré llegar hasta la puerta, la que abrí con muchísimo
sacrificio, pues las manos no me respondían, nada funcionaba bien en mí. Entré
finalmente a costa de un gran esfuerzo porque me sentía desfallecer a cada momento.
No era yo, no; ¿porque fui el elegido yo y no otro? No podía introducir la
llave en el tambor y eso aumentaba mi nerviosismo, al no sentir que el motor
respondiera; la verdad es que era yo el que no respondía.
“En ese menester me encontraba y sabía que me
resultaba muy difícil ordenar mis pensamientos, recomponer mis sentidos. Dejé
caer mi cabeza sobre el volante, mientras el sudor frío me empapaba
completamente; creía que había dejado atrás para siempre esta horripilante
experiencia, la más dura de mi existencia, ¿que más me podía suceder ahora? En
esa posición me encontraba desfilando por mi mente delirante y muy enferma ya,
miles y miles de extraños pensamientos con seres desconocidos, con situaciones
raras, todo a una velocidad increíble. Había perdido la noción de la realidad,
no sabía quién era en esos momentos, pero algo interior me identificaba conmigo
mismo.
“Ordené un poco los pensamientos como pude
tirada mi cabeza sobre el volante, intentando introducir la llave, cuando sentí
una mano fría, más helada que el propio hielo, algo sobrenatural, que se apoyó
sobre mi hombro izquierdo. Cuando levanté la vista me di cuenta de que era una
persona joven y pensé “estoy salvado”. Pero el visitante de turno, éste que
aumentaba mi enfermizo y tremendo delirio, no era otro que el mozo de servicio
de la infernal fiesta, impecablemente vestido de gala que me dio la impresión
de encontrarme frente a un diplomático de primera categoría, el que
educadamente me dijo:
-El
señor, ¿se va a quedar a la fiesta que está por comenzar esta noche?; usted
está invitado especialmente por el Duque de las Tinieblas. Dice que sería un
honor para él contar con su presencia.
“No respondí nada en medio de mi locura. Me
contaron después que el auto estaba frente a la entrada misma del cementerio y
yo, completamente dormido o desmayado, apoyando mi cabeza sobre el volante.
Cuando volví en sí, me encontraba en el hospital con suero en la vena del brazo
y le pregunté muy intrigado a la enfermera que me había pasado, porqué
permanecía allí y que me había sucedido.
-Lo
encontraron sin sentido dentro del auto frente al cementerio y la policía creyó
que se trataba de un crimen. Usted estuvo muy mal y todos creíamos que se iba a
morir en cualquier momento, pero el doctor se dio cuenta que se encontraba en
estado de shock emocional violento y nos aconsejó serenarnos más, porque la
curación era cuestión de tiempo y eso fue lo que sucedió; hace dos semanas que
esperamos que despierte. Vino su familia en vano, ya que usted no recuperaba el
conocimiento. Tenía unos accesos muy curiosos, pues lloraba desconsoladamente,
para después reírse. Cuando trajeron al cura, éste lo encontró en ese estado,
negándose a brindarle ayuda espiritual y a tirarle un poco de agua bendita. Y
recuerdo bien que dijo: “éste feligrés está endemoniado”.
Y la enfermera prosiguió: “Él ya sabía en las
circunstancias en que había sido encontrado, y aduciendo que a lo mejor había
celebrado un pacto con el diablo, se retiró. No escuchó nuestros ruegos y se
fue nomás. Ni los curanderos querían venir, pues le temían, le tienen miedo a
usted, y con todo el pueblo pasa lo mismo, usted les produce un miedo maligno a
todos, lo creen que está endiablado ya que hablan de la misma manera que el
cura. Hasta doña Asunción, curandera de Campo Santo; la Nancy, de Betania, y la
Clemencia, de El Bordo, se negaron a visitarlo, creyendo van a ser arrastradas
por el maleficio que usted carga encima. ¿Es cierto todo lo que dicen de usted
señor? Ahora tengo que hablar por teléfono a sus familiares para comunicarles
que salió del shock.
“Comencé a recuperar la consciencia y poco a
poco el espantoso cuadro retornó a mí en toda su dimensión con insistencia. No
me puede dominar a su voluntad esa escena, ese recuerdo -me decía-, pero volvía
y volvía permanentemente hasta que con la ayuda no sé de quien, torné a ser un
poco el mismo de antes. En esa circunstancia de la vida es que ésta cambió de
rumbo.
“Años
más tarde y con otros protagonistas, el suceso se repitió; ésta vez el
donductor aceptó la invitación del joven y bien vestido mozo, mientras un
fraile con un farol de tenue luz en la mano, esperaba a los dos, anfitrión é
invitado, para llevarlos a la gran fiesta. ¡EL MONJE ERA YO!” (V. 15-01-2011)