domingo, 18 de diciembre de 2011

El gordito comilón


-Hola Carcaj, hace tiempo que no me visitabas, ¿qué te pasó?, ya sé no me digas nada, tenías frío, me dijo el viejito cuidador del San Bernardo desde siempre.

-Es cierto Viejito, tenía frío y en realidad pocas ganas, pero ahora te visito porque tengo que escribir a mis nietitos para contarle otra de tus bonitas historias. La del Negrito que hondeó al pajarito les gustó mucho. Como tú nunca duermes, conoces muchas anécdotas interesantes que ocurren en este cerro tan querido por todos los salteños.

-A ver, veamos, lo que dices es verdad. Por acá siempre vienen chicos, jovencitos y grandes, varones y mujeres. También algunas mamás y abuelitas. Suben en autos, motocicletas, bicicletas, ómnibus y el teleférico, aunque caminando son más. Pero todos llegan para ensuciar las laderas del cerro, arrojando botellas, vasos, papeles, bolsas plásticas, en fin, tiran todo porque no han sido educados. Yo no les puedo decir nada porque no quiero que me vean, aunque soy invisible. Otras veces aparecen muchos chicos buenitos, muy educados, que llevan bolsas grandes donde introducen todos los desperdicios que luego bajan para depositarlas donde corresponden. Entonces el cerro queda siempre limpio y los pajaritos cantan con más alegría, vuelan de árbol en árbol, porque el bosque donde ellos viven permanece limpio. Esos los alegra tanto, que cantan muy alegres. Son chicos montañistas que son educados para no dejar basura por donde ellos transitan, pero después vienen otros que ensucian de nuevo.

-Cuéntame viejito, ese Negrito que hondeó al pajarito que tú curaste, ¿volvió por acá?

-Sí que volvió, pero lo hizo con su padre a quien le decía aquí me loa salío el Duende Chueco, papá, aquí me lo asustao papá”. El padre comenzó a gritar fuerte: Salí Duende Chueco sombrerudo, salí, asustameló a mí que lo soy grande, Duende Chueco fulero. No asustes a los chiquitos, salí”. Eso me contaba Juancito, un zorrito pícaro y travieso, que estaba escondido detrás de una piedra grande. Juancito me cuenta todo lo que hacen los chicos traviesos. Cuando vino el Negrito con el padre, yo estaba descansando en la siesta y no los quise asustar. Si vuelven, les voy a aparecer de nuevo para escarmentarlos de una vez por todas. Eso me contaba Juancito, un zorrito pícaro y travieso, que estaba escondido detrás de una piedra grande. Juancito me cuenta todo lo que hacen los chicos. Cuando vino el Negrito con el padre, yo estaba durmiendo la siesta y no los quise asustar. Si vuelven, les voy a aparecer de nuevo para escarmentarlos de una vez por todas.

-Ojalá vuelvan, así reciben un susto merecido. ¿Después?, otra historia.

-Una tarde vino por acá un gordito, gordinflón, que a cada rato bebía agua y se sentaba, retrasando a sus compañeritos que querían llegar a la cumbre para contemplar desde arriba el panorama de la ciudad. Sus compañeritos le insistían: vamos gordi, vamos que falta poco”. Pero el gordito, cansado, no quería subir más y se quedó rezongando.

-¿Y sus compañeritos decidieron bajar todos?

-El gordito sudaba mucho y se quería dormir, pero cuando los chicos se duermen en los montes, el diablo puede aprovecharse y llevárselos con él a sus pagos. Después los niños esos no vuelven a aparecer jamás. El diablo se aparece disfrazado de cualquier cosa para llevarse los chicos dormilones en el bosque. Y para que no se quedara dormido, yo le tiraba piedritas para asustarlo, así subía en busca de sus compañeritos.

-Dime Viejito, ¿y cómo reaccionó el gordito entonces?

-“Dejen de tirarme piedras chicos y salgan de donde están escondidos, sino no les voy a convidar gaseosas después, ni tampoco galletitas dulces y chocolate. Volvamos a la casa”, dijo el gordito, que volvió a recostarse sobre la piedra donde descansaba. Todo cambió cuando el gordito se dio cuenta que las piedras, más grandes, le llegaban muy cerca; se dio cuenta de que sus compañeritos no estaban cerca de él ni tirando piedras, se levantó, se persignó y salió corriendo para arriba gritando fuerte: “chicos, chicos, amiguitos míos, me asustaron, me asustaron, me tiraron piedras, deben ser fantasmas, no sabía que en el cerro asustan, espérenme por favor, me asustaron, no me abandonen por favor”.

-¿Y en que terminó la historia del gordito comilón?

-El gordito llegó arriba más rápido que volando, sudando, agitado, asustado, y contando a sus compañeritos que le había tirado piedras, que era el duende, la mula ánima, el pata i’cabra, el cara i’mula, el lobisón, a todos los clásicos asustadores de este mundo, metiéndolos a todos ellos en una sola bolsa. Y dijo aún asustado: Denme agua, por favor denme agua si quieren que les siga contando quien era el que me tiraba las piedras, yo lo vi”.

-Y al final, Viejito, ¿cómo regresaron todos a la ciudad?

-Cuando los chicos decidieron descender por la vieja ruta, la única que había, el gordito prefirió ir por otro lado, no bajar por donde le habían tirado piedras, tenía miedo el pobrecito. Prefirió pedir a un amigo de su padre que lo llevara en su coche de regreso.

-Qué linda historia les voy a escribir a mis nietitos. Gracias Viejito amiguito mío. Seguro que les va a gustar esta historia. Yo siempre les cuento del “viejito del cerro”, mi amigo, que me relata tantas historias del San Bernardo. Me invitó a que lo visite otro día para narrarme otros casos de los chicos que concurren el San Bernardo.

-Chau amigo, besos y cariños para todos los chicos. Yo, él Viejito del San Bernardo”, el cuidador del cerro, los quiere mucho a todos ustedes. Vengan a visitarme que yo los protegeré a todos siempre.

-Aserrán, aserrín, a peinarse el pirulín. Hasta la vuelta con otro cuentito del viejito del San Bernardo mis nietitos y sus amiguitos.

martes, 13 de septiembre de 2011

El “niño pájaro”


Una mañana mientras un niño travieso se dedicaba a cazar pajaritos con trampas a la orilla de una pequeña laguna, apareció un viejito que se colocó bajo la sombra de un árbol. Vestido de blanco, tenía una barba bien crecida del mismo color y, sentado sobre una silla que él traía, llamó al pequeño bribón para preguntarle por qué hacía eso con los pobres animalitos.

-Es que los vendo después señor.

-¿Y para qué te los compran?

-Bueno, hay un señor italiano que me compra todos los días los pajaritos. Dice que son para hacer la comida que más le gusta a él: polenta con pajaritos.

  El viejito hablaba muy pausadamente y con palabras convincentes, intentaba hacerle ver al chico de que su conducta era impropia. El chico se sintió ofendido e insultó al viejito con palabras muy feas, faltándole el respeto a una persona mayor.

  Cuando el chico se dio cuenta, estaba cantando como los otros pajaritos. El nene travieso había sido convertido en pájaro por el viejito que era Diosito y de esa manera lo condenó para siempre con ese castigo. De pronto aparecieron varios hombres por el lugar, también cazadores, quienes al ver al niño-pájaro, comenzaron a tirarle con sus escopetas.

  El “niño-pájaro” se dio cuenta de que estaba en grave peligro e imitando a los pajaritos, voló para esconderse entre los árboles. Se salvó milagrosamente de la muerte, pero siempre estaba en peligro.

  Un día, al amanecer, pensó seriamente en lo que había sucedido con el viejito barba blanca y lo llamó para pedirle perdón, pero jamás consiguió que el viejito apareciera. Y así, con ese castigo a cuesta, comenzó a aprender de los otros pajaritos la forma en que vivían ellos y los imitaba. Se dio cuenta de lo malo que había sido con ellos, trampeándolos, para luego cambiarlos por dinero. El peligro lo acompañaba siempre, pues todos los animales más grandes, como el Halcón, lo querían comer porque era una buena presa por su tamaño grande.

  Después de comprobar lo malo que había sido, comenzó a implorar diciendo: ¡Viejito, dónde estás’! Se había portado tan mal con él, insultándolo, que su llamado de “viejito, dónde estás” se convirtió en su canto. Desde entonces vaga por los montes sin tener compañía alguna, pues los otros pajaritos sabían que él era el chico perverso que trampeaba a sus compañeritos para cambiarlos por dinero.

El extraño viajero del baúl del auto

Finalizada la interesante exposición del con un pobre ¡fuerte el aplauso!, la negrada se la mano Vereda y solicitó que el Condenao sea el próximo cuentista, lo que fue aprobado sin oposición alguna.
-Vo Condenao lo tení que sabelo alguito. El apodo que lo tení debe selo por algo relacionao con la cana, ¿qué no? No lo parecí vocero il’Padre Juan, má bien lo parecí un uña ecapao i’la “bombonera” i’Viya La Rosa, y también lo tení pintita i’secretario il’Mandinga, ¿qué no?
-Bueno, solo pido que se lo reunamo el lune, así lo decansamo bien el fin i’semana y lo venimo con má gana i’entreteneno con la macana que lo hablamo todo.
El lunes, desde temprano como se preveía, había movimiento en la esquina ya que los madrugadores de siempre, una vez que se entraba en calor, se olvidaban hasta de orinar. A la hora fijada los comensales eran un montón, número que superaba las reuniones anteriores, todos ansiosos por escuchar el cuento del Condenao. Cuando el Padre Juan dio la orden de partida, el Condenao apoyó la espalda sobre el podio, renunciando a subir en él, y comenzó con su versión, sin decir nada de nada de lo que iba a exponer, aumentando así el misterio entre los concurrentes.
-Bueno lo que le vua contá loa sucedío hace uno poco año atrá, pero loé verídico el asunto.
-Largalo el cuento que ya lo tení a todo patiyudo Condenao infelí.
-Yo se lo vua largá tal como lai conocío l’hitoria, pero el que lo va parlálo va selo el coso que loa protagonizao el hecho, el que loa tenío el incidente.
-Bueno dale Condenao, ya loé mucha franela y lo querimo ación mental, sino la sesera se lo va oxidalo a todo lo chango.
Y el Condenao, viejo callejero y bolichero de los suburbios más lejanos, aunque los cercanos también lo contabilizaban en sus agendas, se acomodó buscando respaldo en el podio, cómodamente sentado, hizo florecer el entripao que había preparado para la changada después de la pobretona exposición del Uñaqo.
El inicio de su desgracia
  “Yo viajaba en mi auto a General Güemes, a mi casa y a poco de mi salida de Salta, llegando al autódromo, un señor de traje negro me hizo seña para que lo llevara conmigo. Como no representaba a primera vista ningún peligro, por su elegancia, me detuve. Se arrimó al lado del volante y con un revólver me obligó a estacionar el coche en la banquina y después a que bajara. Yo pensaba en que mi costumbre de no levantar a nadie en la ruta a ningún extraño bajo cualquier circunstancia, esta vez había fallado y me preguntaba, ¿qué me pasará ahora?
“El bien vestido caballero, que exhalaba un perfume especial y muy agradable representaba a un gran señor, me dijo que fuéramos a la parte posterior del auto y con una voz ronca y cascada, me ordenó enérgicamente: “abra el baúl. Yo voy a viajar acá y no intente nada raro, se lo advierto, ¿no?” Se introdujo en el sitio por él escogido y pronto pensé como deshacerme de éste intruso que llegaba a mi vida de una manera tan insólita, justo a mi regalada vida, con una orden tan disparatada. Yo, nada menos que yo, ahora conducía llevando en el baúl a un viajero estrafalario, teniendo los asientos vacíos, pero jamás se me cruzó por la mente que ese iba a ser el principio del fin para mí.
  Proseguí andando, aunque muy nervioso por cierto,y al llegar a las garitas del peaje, llamé disimuladamente al cana morocho de guardia y le conté la historia de lo sucedido unos pocos instantes atrás, rogándole que me ordenara abrir el baúl. Claro, esos movimientos te cuestan unos mangos, porque bien sabemos todos que los canas antes de saludarte, ya te piden guita, te manguean sin piedad. Él cana me acompañó y me ordenó con elevada y autoritaria voz que quería ver lo que llevaba atrás. Así lo hice y ¡grande fue mi sorpresa! al observar que el extravagante personaje había desaparecido. Lo curioso del caso era que el foquito del baúl, que no se prendía por haberse quemado, alumbraba el interior con una potente luminosidad. Además, todo el baúl estaba tapizado con una pana roja, pero tan roja, que producía un ardor extraño en los ojos. Jamás se me había ocurrido tapizar el baúl, ni lo tenía pensado.
“Tremendo papelón ante el cana manguero, el cual me miró de arriba hacia abajo y dijo:
-¿Hacia dónde lo viaja uté, señor?
-Voy hasta General Güemes, donde tengo mi domicilio, agente.
-Uté se lo encuentra en flagrante infración y si se lo someto al tet i'alcoholemia y éte lo da positivo, lo tengo que detenelo y mandalo "guardapolvo".
-No señor agente, no he bebido una gota de nada, porque no es mi costumbre hacerlo.
-Lo voy a dejalo proseguilo viaje señor, pero manejeló con cuidado por favor, no lo vaya a selo cosa que se lo siente al lao otro pasajero perdido como ete. ¡Ah...!, debe dejalo otra vé una contribución epecial, algo má groseti también, pal asadito i’la noche, con el vino patero incluío, coquita, bica y un coñacito p’asentalo bien la vianda. Y no se l’olvide que se lo dejo proseguilo “perdonao”.
  No pudo disimular el suceso y con una sonrisa socarrona, me despidió palmeándome la espalda, con un “tenga ciudado, amigo, manejeló con serenidá y gracia por la contribución y paseló má seguido con una pasajero así”, agregó el cana manguero.
“Diríjase al cementerio”
  “¿Yo estoy loco?”, me cuestioné severamente y proseguí el viaje, primero presa de los nervios, pero después me serené, aunque la preocupación se había alojado en el fondo de mi ser y por momentos me aguijoneaba la mente. Sentí un extraño impulso y pensé en detener la marcha, bajar y abrir el baúl para convencerme que lo que había observado en la garita era la verdad. Pero, ¿y si estaba ese hombre extraño adentro? Temblaba de miedo y el terror se había apoderado de mí por completo, pero me daba manija con aquello de que él cana y yo, nada habíamos visto.
  “Cuando vi el cruce, di vuelta la rotonda y enfilé para el pago pero, a poco de llegar a la ciudad, escuché esa voz extraña pero autoritaria nuevamente, ordenándome con total energía “diríjase al cementerio, al cementerio”. Al sentir esa voz inconfundible de ultratumba, me estremecí completamente y una sensación de estar en los umbrales del “más allá” recorrió todo mi cuerpo, al igual que un frío inenarrable se deslizaba por mi columna; mi cabeza giraba a tanta velocidad, que dejaba muy atrás a mis pensamientos, estaba completamente acelerado, casi hasta el paroxismo; pensé en chocar el auto, pero una fuerza superior me guiaba y tuve que hacer un tremendo esfuerzo para contener esos impulsos.
  “Eran como las nueve de la noche, tarde ya para cumplir con esa orden. ¿Ir al cementerio?; habían sido muy pocas las veces que había concurrido al mismo y sólo por razones familiares. Pero ahora, válgame Dios, comencé a rezar como nunca lo había hecho jamás. Es más, me brotaban las oraciones que había aprendido cuando chico, y soy sincero, las había olvidado por el “súper macho” que me sentía y me había llevado a convertirme en el ser que nada necesitaba de Dios, ni de nadie. La vida me había sonreído con un buen pasar, con dinero, con lindas mujeres, con fenomenales farras, con inolvidables asados de carne o pescados del Bermejo, ¡pero ahora!...
  “Cuando llegamos a destino, las puertas de hierro del cementerio se encontraban cerradas. Escuché “esa voz” que me ordenaba abrir el baúl del auto. Bajé temblando y a duras penas asenté los pies en tierra aterrorizado como estaba, y para colmo de mis males, no veía a nadie cerca para llamar, gritar, intentando salir del pesaroso presente al que me había llevado el destino contra mi voluntad. Tenía la garganta seca y respiré profundamente, pero me encontraba virtualmente “clavado” en el suelo, mientras proseguía rezando alocadamente, pidiendo a Diosito que me salvara de esta mala jugada, tan alocada como inusual para mí. “Es mucho castigo para mí Diosito, no puedo resistir, vení en mi ayuda”, clamé interiormente con fervor.
-Papá, que pichón i’cuento te lo'tái mandando Condenao. Vo lo tení que selo il'equipo il'coludo, sacritán il'coludo lo so vó, ¿qué no?
Invitación del Duque de las Tinieblas
  “Conseguí embocar la llave en la cerradura apenas y cuando sentí que la tapa del baúl se elevaba, me encontré nuevamente con el misterioso personaje, tal como lo había visto en el autódromo. Salió de la incómoda posición en que viajaba -para mí- y ya de pie, me miró con esos extraños ojos pardos brillantes en la oscuridad de la noche y entendí su “mensaje” de inmediato, el que me tranquilizó un poco no obstante las circunstancias. Yo entendí la mirada como un “está bien” o “estás perdonado”, creo.
  “Cuando iba a cerrar el “baúl del muerto” -desde entonces así bautizado por mí-, me ordenó con energía “¡no!, un momento, puedes bajar querida”, expresó con una voz diferente.
  Sentía que me desplomaba ante tamaña sorpresa y que estos serían los últimos momentos de mi vida. De inmediato bajó una hermosa mujer, elegantemente vestida de negro y desde la parte superior del sombrero le caía un tul que le cubría el rostro hasta el mentón. Era una mujer blanca, tan blanca como la leche, bien formada, un físico espectacular en el que se destacaban sus moldeadas piernas que exaltaban aún más su gracia y belleza; sus pechos se realzaban con mayor prestancia por contar con una fina cintura y a ello agregaba un llamativo toque de distinción, por la delicadeza en su andar con los tacos altos de sus zapatos. Jamás había visto una mujer tan hermosa, tan delicadamente asombrosa de bella, ¿sería de este planeta?, me dije.
-Paralo, paralo Condenao, que no lo quiero seguilo ecuchandoló tu cuento porque me lo vua morí aquí mimo. Chango, ¿alguno lo quiere ilo pa la casa ya?
  “Él vestía otra ropa y lucía un traje negro cruzado, con chaleco en el que portaba un hermoso reloj de bolsillo de oro con una gruesa y brillante cadena, que le cruzaba el vientre; el sombrero y todo su conjunto resaltaba más el blanco de su camisa y un pañuelo qué, de manera informal lucía en el bolsillo superior del terno. Un gran alivio sentí cuando escuché nuevamente esa voz que es mi permanente martirio desde entonces: “vamos querida o llegaremos tarde a la fiesta”, expresó con serenidad pero a la vez con gran firmeza.
  “Se dirigieron a la puerta de hierro, cuyas hojas estaban cerradas con una gruesa cadena y un gran candado. Allí los esperaba un monje con un farol muy antiguo y los tres atravesaron sin problema alguno el macizo portón. Los vi alejarse por el pasillo del cementerio cuando llegaron a mis oídos los sones de una extraña melodía a lo lejos. La percibía vagamente, pero existía y me preguntaba de dónde provenía la misma. Yo proseguía hecho bolsa, con un shock tremendo y arrastrando los pies caminé un poco. Todos los músculos me torturaban, me dolía la cabeza, el corazón, el alma; renegaba de toda mi maldita existencia fanfarrona forjada en el mundo falso, alejado de Dios, de los hechos cotidianos de la vida, de todo; solo me interesaba lo que era mío, lo que a mí concernía, lo que hacía yo, nada más. Y me di cuenta que nunca había concurrido a velorios de parientes y amigos, por aquello de que “eso era para otros, no para mí”.
  “Ese estado me llevó a sentirme un poco distendido y aproveché para intentar subir al coche y hacerme humo lo más rápido posible de ese horrible y espantoso lugar no escogido jamás por mí. Apoyándome en el auto, logré llegar hasta la puerta, la que abrí con muchísimo sacrificio, pues las manos no me respondían, nada funcionaba bien en mí. Entré finalmente a costa de un gran esfuerzo porque me sentía desfallecer a cada momento. No era yo, no; ¿porque fui el elegido yo y no otro? No podía introducir la llave en el tambor y eso aumentaba mi nerviosismo, al no sentir que el motor respondiera; la verdad es que era yo el que no respondía.
  “En ese menester me encontraba y sabía que me resultaba muy difícil ordenar mis pensamientos, recomponer mis sentidos. Dejé caer mi cabeza sobre el volante, mientras el sudor frío me empapaba completamente; creía que había dejado atrás para siempre esta horripilante experiencia, la más dura de mi existencia, ¿que más me podía suceder ahora? En esa posición me encontraba desfilando por mi mente delirante y muy enferma ya, miles y miles de extraños pensamientos con seres desconocidos, con situaciones raras, todo a una velocidad increíble. Había perdido la noción de la realidad, no sabía quién era en esos momentos, pero algo interior me identificaba conmigo mismo.
  “Ordené un poco los pensamientos como pude tirada mi cabeza sobre el volante, intentando introducir la llave, cuando sentí una mano fría, más helada que el propio hielo, algo sobrenatural, que se apoyó sobre mi hombro izquierdo. Cuando levanté la vista me di cuenta de que era una persona joven y pensé “estoy salvado”. Pero el visitante de turno, éste que aumentaba mi enfermizo y tremendo delirio, no era otro que el mozo de servicio de la infernal fiesta, impecablemente vestido de gala que me dio la impresión de encontrarme frente a un diplomático de primera categoría, el que educadamente me dijo:
-El señor, ¿se va a quedar a la fiesta que está por comenzar esta noche?; usted está invitado especialmente por el Duque de las Tinieblas. Dice que sería un honor para él contar con su presencia.
  “No respondí nada en medio de mi locura. Me contaron después que el auto estaba frente a la entrada misma del cementerio y yo, completamente dormido o desmayado, apoyando mi cabeza sobre el volante. Cuando volví en sí, me encontraba en el hospital con suero en la vena del brazo y le pregunté muy intrigado a la enfermera que me había pasado, porqué permanecía allí y que me había sucedido.
-Lo encontraron sin sentido dentro del auto frente al cementerio y la policía creyó que se trataba de un crimen. Usted estuvo muy mal y todos creíamos que se iba a morir en cualquier momento, pero el doctor se dio cuenta que se encontraba en estado de shock emocional violento y nos aconsejó serenarnos más, porque la curación era cuestión de tiempo y eso fue lo que sucedió; hace dos semanas que esperamos que despierte. Vino su familia en vano, ya que usted no recuperaba el conocimiento. Tenía unos accesos muy curiosos, pues lloraba desconsoladamente, para después reírse. Cuando trajeron al cura, éste lo encontró en ese estado, negándose a brindarle ayuda espiritual y a tirarle un poco de agua bendita. Y recuerdo bien que dijo: “éste feligrés está endemoniado”.
  Y la enfermera prosiguió: “Él ya sabía en las circunstancias en que había sido encontrado, y aduciendo que a lo mejor había celebrado un pacto con el diablo, se retiró. No escuchó nuestros ruegos y se fue nomás. Ni los curanderos querían venir, pues le temían, le tienen miedo a usted, y con todo el pueblo pasa lo mismo, usted les produce un miedo maligno a todos, lo creen que está endiablado ya que hablan de la misma manera que el cura. Hasta doña Asunción, curandera de Campo Santo; la Nancy, de Betania, y la Clemencia, de El Bordo, se negaron a visitarlo, creyendo van a ser arrastradas por el maleficio que usted carga encima. ¿Es cierto todo lo que dicen de usted señor? Ahora tengo que hablar por teléfono a sus familiares para comunicarles que salió del shock.
  “Comencé a recuperar la consciencia y poco a poco el espantoso cuadro retornó a mí en toda su dimensión con insistencia. No me puede dominar a su voluntad esa escena, ese recuerdo -me decía-, pero volvía y volvía permanentemente hasta que con la ayuda no sé de quien, torné a ser un poco el mismo de antes. En esa circunstancia de la vida es que ésta cambió de rumbo.
“Años más tarde y con otros protagonistas, el suceso se repitió; ésta vez el donductor aceptó la invitación del joven y bien vestido mozo, mientras un fraile con un farol de tenue luz en la mano, esperaba a los dos, anfitrión é invitado, para llevarlos a la gran fiesta. ¡EL MONJE ERA YO!” (V. 15-01-2011)